Érase una vez un país llamado Far-Sis-Tán que era gobernado por un emperador muy, muy soberbio que se proclamaba superior a todos los demás que habían existido, existían o llegarían a existir.
Rodeado de aduladores y pelotas, vivía en una nube de autocomplacencia de la que ya no era capaz de salir. Los juglares alimentaban su ego ilimitado cantando sus apócrifas hazañas y su gloria no parecía tener fin.
Un día, un cortesano le sugirió que alguien tan importante como él se merecía tener un traje oficial nuevo cada año. El emperador acogió encantando la idea y mandó llamar al más afamado sastre del orbe, el divino Wuar-Dio-La.
Pero éste, además de un gran modista, era un manirroto que nunca ganaba suficiente dinero y decidió aprovechar la oportunidad que se le presentaba para enriquecerse: sugirió al rey que el traje más espectácular que se podía diseñar debía ser confeccionado con “oro virtuoso”.
El rey no había oído hablar de semejante material, pero Wuar-Diol-La le explicó que ese tejido añadía a la pureza del oro todas las bondades de las virtudes que adornaban Farsistán, como el amor por la verdad, la humildad, la bondad, la solidaridad, el espíritu ahorrativo…
Revestido por todas aquellas cualidades, el emperador no sólo reluciría como el sol sino que además sería el mejor embajador de los valores genuinos de Farsistán ante el resto de la humanidad que no tenía la suerte de haber nacido en el mismísimo ombligo del mundo.
El sastre aclaró que ese tejido era tan sofisticado que no todos podrían apreciar la riqueza de su textura ni la belleza de su confección. El emperador, embelesado, disfrutando de antemano de su éxito ante sus asombrados cortesanos encontró muy lógico que “lo mejor no fuera visible para todos”.
Así que el vanidoso emperador, convencido de que alguien tan importante como él sólo se merecía lo mejor, se dejó convencer por Wuar-Dio-La y le encargó su nuevo uniforme oficial.
El sastre se tomó su tiempo. Todas las semanas le eran entregadas varias toneladas de oro con las que se encerraba en su taller a trabajar acompañado de su ayudante Vil-Lla-No-Va.
Nadie pudo ver la elaboración del traje, que duró muchos meses excepto el visir y el primer ministro del emperador, Vil-Llar-Ru-Bí y Fri-E-Xa, enviados por el emperador a controlar la labor del sastre. En realidad, éstos no pudieron ver nada, pero asustados de tener que admitirlo, lo que hubiera significado la pérdida de sus cargos por “incapacidad para reconocer lo sublime”, comunicarón al ansioso emperador que en lo tocante a vestuario nunca habían visto nada igual; lo que sin duda era cierto.
Finalmente, War-Dio-La anunció que ya estaba terminado el encargo.
Al día siguiente muy temprano, acudió al palacio imperial de Dem-Ma-Siá con el nuevo traje para probárselo personalmente al soberano. El emperador se desnudó totalmente dejando ver un cuerpo escuálido y desproporcionado, avejentado por largos años de abandono a todo tipo de caprichos y malas costumbres. No estaba acostumbrado a mostrarse tal como era, pero, ante las alabanzas del sastre que proclamaba que el traje le sentaba como un guante, se dejó convencer y salió “desvestido” así a la esplanada ante la catedral donde iba a tener lugar el desfile imperial.
Al principio, los súbditos bajaron la cabeza con respeto. Luego la fueron levantando y todos se quedaron pasmados ante lo que contemplaban; pero ninguno se atrevió a confesar que él no era capaz de ver el traje maravilloso y nada dijeron. Mas, de pronto, un niño exclamó inocentemente: “¡Pero si va desnudo!” Al momento, una carcajada general se elevó como un rugido que hizo enmudecer la música y los vítores; la sucedió un silencio sepulcral.
Porque no había nada que ver: el oro se lo había quedado el sastre y las virtudes farsistas…¡no existían!
¿Qué hizo entonces el emperador? No le quedó más remedio que completar el desfile y la misa solemne y la recepción posterior. Se tuvo que mantener a la vista de todos hasta la noche en su “nuevo” uniforme para “salvar las apariencias”. Por supuesto, nadie volvió a saber nada de War-Dio-La, que abandonó la capital sin avisar.
Al día siguiente, el emperador se suicidó y su estado se fraccionó en mútiples taifas. Con el tiempo, los cronistas llegaron a la conclusión de que tal imperio no había existido jamás sino que era un mito, una artera leyenda urdida con fines inconfesables por alguien que envidiaba mucho a los verdaderos artífices de la historia y quería imitarlos infructuosamente.
Coloradín, azulado, este cuento se ha acabado.
Antonimus.
Post scriptum: Homenaje (y “fusilamiento”) a Hans Christian Andersen con motivo del enésimo nuevo uniforme del Farsa para la temporada que viene; el cual, una vez más parece querer huir de sus colores tradicionales y los camufla como si se avergonzara de ellos. Si sus señas de identidad están cada vez más desvaídas, es lógico que también lo esté su uniforme.
Moraleja: Aunque la se vista de seda…
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