Esperanza Aguirre ha dicho lo que muchos piensan y pocos dicen en este país, sobre todo si se trata de políticos o periodistas, los cuales hace mucho que están consagrados al colaboracionismo más rastrero con los que no se privan de proclamarse enemigos de este sistema político.
Ella ha denunciado que se está preparando con el mayor descaro un acto de humillación pública de España y de sus símbolos nacionales en la final de la Copa de fútbol que se disputará este viernes en Madrid y (¿asombrosamente?) nadie quiere saberlo ni se prepara para evitarlo, autoridades políticas y deportivas incluidas. El escandalo subsiguiente no ha consistido en lo que se nos avecina sino en que alguien no haya respetado la “omertá” como todos los demás.
No nos dejemos intoxicar: aquí no se trata de si la actual presidente de la Comunidad de Madrid es una extremista de derechas y por eso tiene esta opinión sobre catalanes y vascos sino de si lo dicho por ella tiene o no interés para esta nación o, lo que es lo mismo, de si sus declaraciones tienen sentido común político desde el punto de vista de la defensa de los intereses esenciales de un estado que aspira a autoafirmarse y continuar su prolongada andadura histórica.
La cuestión fundamental es, pues, no la ideología de esta señora, es decir, quién habla (o por qué quiere hablar y de qué), sino lo que dice, o sea, a lo que se refieren indudablemente sus palabras: si España quiere seguir existiendo o no y si, en consecuencia, sus órganos de gobierno van a ocuparse de desempeñar las tareas que tienen encomendadas constitucionalmente para afrontar este desafío o van a optar por la tradicional táctica del avestruz ante el separatismo y sus provocaciones. Ni más ni menos.
Si hay que plantearse todo esto aquí y ahora es porque, ella no se ha inventado nada sino que, paralelamente a sus declaraciones, asistimos al enésimo asalto independentista a la continuidad del estado español, esta vez, por vía deportiva; mas no por ello menos política, como intentaremos explicar a continuación.
Porque son “los otros”, no Aguirre, los que llevan mucho tiempo, incluso en la época de Franco y antes, mezclando la política con el deporte; especialmente en el caso del fútbol. Su reacción de rechazo ante las declaraciones de la política madrileña es esencialmente un mero acto de defensa de la “monopolización” de ese interesado y doble discurso político-deportivo tan frecuente en los separatistas; discurso que no quieren compartir con los “auténticos” españoles (o sea, que no aceptan democráticamente la posibilidad de que sea utilizado legítimamente también en su contra). Y es que esos “españoles”, esas curiosas “formas de vida elemental”, por lo visto, no tienen derecho ni a tener los ojos abiertos, ni a ver los que sucede ante ellos, ni a sacar sus propias conclusiones o a manifestarlas.
Por eso, esas contradeclaraciones de la “periferia” no son un rebatimiento de la acusación lanzada desde Madrid, sino su confirmación y, sobre todo, un intento de seguir adelante con sus planes (utilizar el deporte como ariete político sólo cuando les interesa a ellos) haciendo caso omiso a la advertencia de que esto no puede seguir así sin acabar muy mal para todos. Así que no es lícito sino suicida lo que al respecto se está haciendo (no haciendo, más bien) por parte de las autoridades y los medios de comunicación de este país; porque “los otros” no piensan renunciar a sus planes de agitación y propaganda tan genuinos en el nacionalismo antiespañol.
Y si de verdad se trata de no mezclar indebidamente fútbol y política, entonces, ¿qué significa ser “más que un club”; conocido lema del Barcelona, que esta entidad repite sin cesar? ¿Quién fue, si no el mismísimo presidente de este club catalán, el Sr. Núñez, el que dijo que se estaba “juzgando a Cataluña” cuando se estudiaba qué sanción imponerle al jugador barcelonista Stoichkov por pisar a un árbitro (teniendo en cuenta, además, que ese jugador no era precisamente un santo, pues ya tenía antecedentes por agresión y había sido sancionado a perpetuidad en su país)? ¿Por qué no se ha guardado nunca ni un miserable minuto de silencio por las víctimas de ETA en San Mamés?
De verdad, ¿hay alguien que ignore aún que estos clubes son utilizados como “brazo deportivo” por los catalanistas y sus equivalentes vascos para abrir un frente permanente contra España y obtener de ella, de paso, cuantas ventajas (políticas, fiscales, económicas, arbitrales, etc.) puedan; tanto para beneficio de los que “mueven los hilos” como de sus testaferros futbolísticos?
¿Por qué no dicen estos equipos, ni el Farsa ni el Bilbao, absolutamente nada respecto a los altercados que se preparan (sin pararse a pensar en lo que les pueden llegar a afectar a ellos mismos) y que son más que previsibles si se tienen en cuenta tanto los conocidos anuncios preparatorios de ambas aficiones como los antecedentes de la última final jugada recientemente por estas entidades (por no hablar de la pelea campal que también perpetraron ellas mismas en el terreno de juego tras la final de Copa de 1984)? ¿Por qué Bielsa y Guardiola, tan amigos de hablar de política cuando ellos quieren, tienen ahora la boca tan llamativamente cerrada respecto a esta polémica?
Como vemos, hay suficientes indicios para concluir que estas “selecciones oficiosas” de Vasconia y Cataluña no van a colaborar para evitar estos problemas sino que si van a contribuir a algo será a incrementarlos si pueden.
Pero entonces, qué sean sinceros y no tan falsos como suelen; qué den la cara de una vez y hablen claro; qué no se excusen con que tienen derecho a pensar de otra manera o a expresarla su opinión o su disidencia política respecto a España en un acto deportivo. Esta situación no va de eso; como bien sabemos todos los que queremos entender cuál es el fondo del llamado problema vasco o catalán. A lo que vienen no es a opinar sino a boicotear al estado españo; así que tendrán que asumir todas las consecuencias por sus actos, premeditados y llevados a cabo por propia voluntad.
A todo esto hay que añadir que una final de fútbol no tiene por qué pagar los platos rotos de que no les guste (al parecer) ser españoles a los habitantes (primitivos) de esas dos regiones (naciones, dicen ellos). Eso lo tendrán que resolver políticamente y en el ámbito correspondiente, pero no en un estadio ni en una ciudad con la que (por lo visto) nada tienen que ver.
Por tanto, aquí nos vamos a ocupar de una cuestión muy diferente a la que ellos pretenden imponer y, para ello, vamos a seguir el argumento (coartada, más bien) de las correas de transmisión mediática independentistas. Así que “separaremos” el fútbol de la política (esta vez nos toca a nosotros), pero no precisamente para complacerlos.
Desde un punto de vista estrictamente deportivo, es muy fácil de resolver el problema que al parecer tienen los vascos y catalanes con las competiciones españolas: que no jueguen ni nuestra Copa ni nuestra Liga; que organicen sus propios torneos y que nos olviden de una vez. Porque nadie les obliga a jugarse un campeonato con nosotros. Se trata un derecho que tienen como “españoles” (aunque se nieguen a serlo); pero no es una obligación que tengan que ejercer necesariamente.
De hecho, antes de prolongar la situación actual, sería preferible para muchos de nosotros incluso que tengan también selecciones nacionales propias en todas las especialidades deportivas. Cualquier cosa con tal de no tener que soportarlos haciendo desmanes en “nuestro” país. En cuanto a sus “territorios”, somos legión los que hace decenios que ya nos abstenemos todo lo posible de poner nuestros pies por allí.
No obstante, por muy fuerte (y recíproco) que sea el rechazo entre españoles y antiespañoles, mientras no suceda que España se libre de estos cánceres políticos, de estas rémoras históricas que alienan al gobierno estatal español de su propios ciudadanos (¿cuánto tiempo y cuánta atención dedica el gobierno español al resto de sus territorios? ¿Por qué se reparten territorialmente de modo tan desigual los recursos públicos para contentar a estos extorsionistas insaciables?), vascos y catalanes tienen que cumplir la ley exactamente igual que los demás.
Lo contrario sería concederles discriminatoriamente el estatuto de ciudadanos de primera por encima de nosotros, el resto de los habitantes de España; irónicamente, los todavía leales a ella (situación no teórica sino precisamente la que estamos padeciendo ya).
En conclusión, los rebeldes antiespañoles no tienen derecho a desobedecer impunemente el ordenamiento jurídico español vigente (mientras formen parte, reconocida internacionalmente, de este estado) ni a montar un escándalo en un acto público como tienen pensado hacer (por mucho que los hipócritas se hagan los sorprendidos y nieguen vicariamente tal posibilidad).
Hablando de leyes, resulta patético oír a más de un “progre” lamentarse ahora de que los tribunales hayan autorizado una manifestación de derechas en Madrid (que había prohibido previamente el gobierno del PP) para el mismo día de la final. Curiosamente, los mismos que exigen “separar” tan drásticamente la política del deporte son los que más se apresuran a “juntarlos” en este caso. Por supuesto, ya no hablan de libertad de expresión; no la hay para los españoles “auténticos”, claro.
Ya veremos lo que “expresan” estos “enterados” si, pese a sus pronósticos, sí hay incidentes en la final de Copa y, sobre todo, en las calles de Madrid antes y después del partido; si hay aficionados españoles que no se conforman con tanta “tolerancia” (humillación, mejor dicho) y deciden tomarse la justicia por su mano a costa de vascos y catalanes. A ver qué le dicen entonces a las víctimas estos abogados de pleitos pobres. Y también habrá que ver qué hacen (tarde, como es habitual) los políticos negligentes a los que les viene tan grande el cargo; sobre todo porque ellos serán cómplices de todo lo que suceda al no haber hecho nada para evitar que tenga lugar algo así cuando aún se está a tiempo de tomar contramedidas.
Por cierto, sí que hay antecedentes de intervenciones políticas en el fútbol cuando lo ha requerido la salvaguardia de la seguridad pública. En 1985, cuando sucedió la llamada tragedia del estadio de Heysel (Bruselas) en la final de Copa de Europa, si bien se optó por jugar la final para prevenir males mayores, la UEFA sancionó seguidamente a todos los clubes británicos (sólo jugaba aquella final el Liverpool), que durante 5 años no pudieron participar en competiciones europeas y responsabilizó a los propios equipos por los actos vandálicos de sus seguidores radicales. El gobierno británico tuvo que asumir esta sanción. Posteriormente, en 1989, tras la nueva tragedia de Hilsborough (Inglaterra), se tomaron medidas concretas en la legislación británica para evitar que tales desastres pudieran repetirse.
Asimismo, Sarkozy, entonces presidente de la República Francesa, después de soportar una pitada al himno nacional francés en su propio país, decidió que en el futuro se suspendería cualquier partido en que volviera a suceder algo así.
No olvidemos tampoco que el artículo 543 del vigente Código Penal español (perteneciente al Capítulo III, titulado: ·”De los ultrajes a España”, que forma parte del Título XXI de dicho Código, “Delitos contra la Constitución”) dice así: ”Las ofensas o ultrajes de palabra, por escrito o de hecho a España, a sus Comunidades Autónomas o a sus símbolos o emblemas, efectuados con publicidad, se castigarán con la pena de multa de siete a doce meses.”
Luego sí es delito lo que se está organizando. Por tanto es no sólo posible sino además necesario que la política actúe sancionando al deporte para evitar su manipulación por elementos ajenos (esperemos) a las propias instancias deportivas y no es pues ni novedoso ni absurdo lo propuesto por la presidente de Madrid.
En definitiva, el comentario de la señora Aguirre (pésimamente recibido en su propio Partido Popular y no digamos en las supuestas “colonias” del norte), pone el dedo en la llaga: si España no se respeta a sí misma, ¿quién va a respetarla?
Y puesta la cuestión en estos términos, la única conclusión inteligente es que, mientras se sigue vivo, mientras sigue funcionando el instinto de supervivencia de cualquier persona, física o jurídica, aquellos que no la quieran respetar la tendrán que temer. Y para lograr infundir ese temor necesario, el célebre monopolio hegeliano de la autoridad estatal (“Gewalt”), no se trata sólo de esperar respeto pacientemente; ni siquiera de, enseñar los dientes de vez en cuando a modo de advertencia disuasoria; sino de clavarlos tantas veces como sea necesario.
Antónimus.
P. S.: Una pregunta de cara a facilitar la labor de los historiadores: en la agonizante España actual, decir que “los catalanes / vascos son unos hijos de la gran…” ¿está amparado por la libertad de expresión o sigue siendo punible según las leyes en vigor?